La erradicación de la coca y el círculo vicioso en Colombia
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El 20 de marzo, la Agencia Internacional para Investigación sobre el Cáncer (IARC), afiliada de la Organización Mundial de Salud, anunció que el glifosato —el herbicida usado en las fumigaciones de cultivos declarados ilícitos en Colombia— “probablemente causa cáncer”. El nuevo estudio provocó fuertes debates en Colombia sobre cuál debe ser el futuro del Programa de Erradicación de Cultivos Ilícitos mediante la aspersión aérea con el herbicida Glifosato (PECIG), el cual ha sido fuertemente criticado tanto por su ineficiencia en acabar con el cultivo de coca como por los efectos dañinos en la salud pública, la seguridad alimentaria, el desplazamiento forzado y el medio ambiente. Acudiendo a la recomendación del Ministro de Salud, Alejandro Gaviria, el 8 de mayo el Presidente Juan Manuel Santos dio instrucciones al Consejo Nacional de Estupefacientes (CNE) para que suspenda el uso de glifosato en las fumigaciones.
El CNE se reunirá el 14 de Mayo para avanzar, pero falta claridad sobre el futuro de las políticas de reducción de oferta de drogas en Colombia. Aún no se sabe si buscarán otro químico o usarán la erradicación manual forzosa, ambas políticas imprudentes. El gobierno de Colombia debe pronunciarse no solo en contra del uso del glifosato, sino en contra de la aspersión aérea. Para poder avanzar hacia una política de drogas justa y eficaz, sirve analizar los argumentos que se han utilizado en pro de la fumigación e identificar las deficiencias en las mismas.
Los defensores de la fumigación estatal han empleado varios argumentos, entre ellos pretender que el informe de la IARC-OMS no es científico; señalarán que las FARC-EP y las BACRIM estarán felices con la suspensión; advierten que el país se inundaría de cocales; y plantean que la fumigación es eficaz, entre otras razones, por lo que en caso de que no se pueda seguir con el programa actual “tocaría buscar otras formas de seguir asperjando aunque no sea con glifosato”. En un intento evidente de influir en la decisión del CNE, la Oficina para las Políticas Nacionales de Control de Drogas (Office of National Drug Control Policy, ONDCP) de EE.UU. divulgó (meses más temprano que lo típico) sus conclusiones sobre el número de hectáreas bajo cultivo de coca. Según ellos, Colombia habría pasado de tener 80 mil hectáreas (en su medición, la que difiere notablemente con respecto al Sistema de monitoreo SIMCI de UNODC) aproximadamente en 2013, a tener 112 mil hectáreas de cultivos de coca en 2014.
Cualquiera se asusta con un ascenso de este orden, pero contrario a lo que se espera, ello no motiva en algunos tomadores de decisión, un análisis integral de las razones que podrían implicar este incremento del área sembrada o resembrada con coca. Ellos alegan que donde más han crecido los cultivos de coca es donde no se ha fumigado y que la erradicación manual no cumplió sus metas. Las conclusiones van en contra de estudios científicos y análisis en el terreno que toman en cuenta otros factores que afectan el cultivo de coca, como tendencias económicas.
Seguridad y círculo vicioso
La aplicación de las fumigaciones ha sido parte de la doctrina de seguridad nacional, lo cual ha sido corroborado estos días por el Ministro de Defensa y por la Embajada de Estados Unidos en Bogotá. El PECIG se ha empleado con el criterio contrainsurgente de quitarle finanzas a los grupos armados y gente a las zonas campesinas lo que de paso ha despejado el camino a la ganaderización extensiva, a la concentración de la tierra rural y a la llegada de proyectos agroindustriales o de extracción minero-energética. Entonces, parece que lo que está en juego no ha sido la contención de oferta de drogas, tampoco lo es la salud de los colombianos que habitan en los campos (indígenas y negros incluidos), ni la preservación de ecosistemas frágiles para las nuevas generaciones.
Si lo que está en juego es la definición del conflicto armado, tocaría contarles a los partidarios de la seguridad que la fumigación es combustible para las guerrillas, especialmente cuando antes o después de ellas el estado social de derecho no aparece. Como Alcalde de San José del Guaviare, fui testigo de que después de una campaña de aspersión, en medio del desespero de los labriegos del campo, especialmente de los jornaleros de la coca, las FARC aprovechan para alebrestar comunidades, propagar su discurso y de paso reclutar raspachines. Entonces conviene valorar el trueque de las finanzas por el combustible político para una guerrilla que busca mantener legitimidad basada en el abandono del estado y en la represión de la fumigación.
Pero si lo que está en juego es un ataque directo a las plantas y el cumplimiento a rajatabla de las obligaciones derivadas de las convenciones internacionales de drogas, tocaría revisar la estrategia de reducción de la oferta que ha llevado a presentar como positivos en la lucha contra el crimen lo que es un ataque a las comunidades campesinas. El Consejo de Estupefacientes debería revisar lo que he llamado “el complejo del topógrafo” que llevan dentro las mediciones de números de hectáreas y superar el “efecto nevera” de las políticas internas de drogas. Por una parte, las cifras se usan según el criterio político de quien las presenta y sirven según sus intereses. En 1994, por ejemplo, la cantidad sembrada con coca fue la justificación de la masificación de las fumigaciones. En 1999, cabalgando sobre el “éxito” que mostraba la reducción del área sembrada se ampliaron bases de policía antidrogas y la ayuda de EE.UU. subió a niveles históricos, intensificando la fumigación, pero muy curiosamente si vuelve a subir la extensión sembrada en Colombia esto también sería usado para mantener intacto el programa o para buscar sustitutos químicos igual o más peligrosos.
Es decir, que ya no basta el argumento de que los cultivos descendieron por lo que toca mantener las fumigaciones, sino que ahora, los cultivos crecieron y eso se usa como argumento para mantenerlas. Curioso círculo vicioso en el que pretenden mantener al país, como si éste fuera un corcho que se debate en un remolino de aguas turbulentas.
Sugiero salir de ese escenario, poner en discusión los compromisos asumidos e incumplidos por el estado después del último paro del Catatumbo; lograr concretar tareas que involucren a todas las partes en la Mesa del Putumayo que se conformó por orden presidencial; llamar a cuentas al Ministerio de Agricultura y toda la institucionalidad del sector rural para ver el avance de inversiones en lo que piden las comunidades; revisar el avance del programa de reparación de tierras y de atención a víctimas; ampliar los esfuerzos en materia socioeconómica involucrando a la institucionalidad civil de los territorios; superar la concepción militar del programa de consolidación. Y apurar avances de la Mesa con la Cumbre Agraria, la que existe gracias a un Decreto presidencial pero que en la práctica no funciona por falta de capacidad de decisión de los delegados del gobierno en la negociación.
Las comunidades campesinas, indígenas y afrodecendientes han solicitado hace años el fin de las fumigaciones, lo mismo que de cualquier método de erradicación forzada que implique el uso de la fuerza y violaciones a los derechos humanos. También se ha pedido la descriminalización de las comunidades donde se siembra coca en contextos de economía campesina de subsistencia, el reconocimiento de sus propuestas y el establecimiento de mecanismos democráticos y pacíficos de contención del avance de los cultivos, lo cual no ha sido escuchado de forma eficaz por las autoridades de gobierno. Los campesinos han estimado que la pobreza, el abandono del Estado de las zonas de frontera agrícola, de colonización interna y de los territorios colectivos están en la base de esta problemática y en ese sentido han planteado que la eliminación de los cultivos no debe ser una precondición para que el estado cumpla sus funciones y atienda las demandas de desarrollo y los servicios sociales que le competen.
El debate centrado en fumigar o no fumigar, en usar glifosato u otro químico deja de lado una mirada más amplia sobre la política de drogas, esconde el propósito de hacer reformas internas consistentes con la liberal postura internacional de Colombia en esta materia y niega la conexidad de la producción de materias primas para sustancias estupefacientes con otros ámbitos socio-económicos intrínsecos a dicho fenómeno.
Photo: Sten Porse on Wikimedia Commons
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