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La legalización de la prohibición: El proyecto de ley contra el consumo de drogas en Ecuador
Por Jorge Vicente Paladines, Profesor de la Universidad Central del Ecuador
Ecuador está a puertas de aprobar un polémico proyecto de ley que devolvería su política y legislación a la pre-modernidad del Régimen Internacional de Control de Drogas. Una abierta criminalización de usuarios que borraría de un solo tajo el reconocimiento de derechos, los principios fundamentales y las garantías más representativas de su Constitución. A través de este breve análisis se presenta una urgente lectura que demanda de acciones y militancias inmediatas, así como el acompañamiento y vigilancia internacional de los derechos humanos.
I. Un panorama contradictorio
Ecuador se ha mostrado como un referente de América Latina y del planeta al reconocer el principio de no criminalización de usuarios de drogas. Consagró la licitud de su uso y consumo a través de una revolucionaria fórmula contemplada en el artículo 364 de la nueva Constitución de la República (CR). Por esta razón, puede decirse entonces que el punto de partida de la política de drogas contemporánea viene de la mano de la joven constitución y del principio que protege el estado de inocencia de las personas ante situaciones de uso o consumo de drogas. Pero, también a partir del 2008, la historia del Ecuador adquiere matices de reformas y contrarreformas a un ritmo acelerado; por ende, de ambivalencias tanto en el plano de las políticas públicas como en el terreno de la legislación e incluso de la jurisprudencia.
De este modo, el indulto a las personas transportistas de pequeñas cantidades de droga (coloquialmente llamadas "mulas"), en 2008; la no renovación de las operaciones militares de los Estados Unidos en territorio ecuatoriano en nombre de la guerra contra las drogas, en 2009; el establecimiento de umbrales cuantitativos, en 2013; la proporcionalidad de las penas mediante una renovada recepción de los delitos relacionados con las drogas, en 2014; o, la promulgación de una nueva legislación que reemplazó en definitiva la entonces Ley de sustancias estupefacientes y psicotrópicas de 1990, en 2015.
De otro lado, la reforma y aumento del castigo en los delitos de tráfico de mínima y mediana escala, así como la acumulación de las penas bajo polémicas líneas jurisprudenciales (2015); la supresión del órgano encargado de elaborar e implementar la política de drogas (2018); el restablecimiento de la cooperación militar con los EEUU dentro del territorio nacional (2018), entre otras. Sin duda, un panorama variopinto y no menos contradictorio.
II. `Descentralizar la prohibición´
Durante la administración de José Serrano como Ministro del Interior, la entonces Secretaría Técnica de Prevención de Drogas (SETED) había emprendido en la tarea de promover la territorialización de la política de drogas (2016), llevando a cabo planes y programas municipales para restringir el consumo de drogas en el espacio público, así como exaltar las atribuciones de los gobiernos autónomos desde una perspectiva descentralizada de la prohibición. Muy pronto fueron suscritas varias ordenanzas municipales para asumir regulaciones que, en el fondo, restringe del espacio público la presencia de quienes portan o tienen drogas de uso ilícito.
Con la asunción del nuevo gobierno, el entonces Ministro del Interior se convirtió pronto en asambleísta, llevando como bandera un polémico proyecto de ley que, precisamente, recoge la restricción de prohibir el uso o consumo de drogas en la ciudad. Esta vez se trata del proyecto de “Ley orgánica contra el consumo y microtráfico de drogas” que entrelaza y perfecciona el carácter de la prohibición desde un “sutil” empleo de las competencias administrativas de los gobiernos autónomos descentralizados; es decir, dentro de los 221 municipios que se cuentan en Ecuador. Siendo en el fondo un proyecto penal cuyo eje central gira en torno a la privación de la libertad de las personas –debiendo tramitarse en consecuencia dentro de la correspondiente comisión para asuntos penales de la Asamblea Nacional o Comisión de Justicia y Estructura del Estado–, la iniciativa del ahora asambleísta Serrano fue procesada en la Comisión de Gobiernos Autónomos, Descentralización, Competencias y Organización Territorial. Con ello, el trasplante de la war on drugs como cuestión municipal.
III. La legalización de la prohibición
El proyecto de “Ley contra el consumo y microtráfico de drogas” trae consigo la reforma expresa a las siguientes leyes: prevención de drogas (i), comunicación (ii), movilidad humana (iii), gobiernos autónomos descentralizados (iv); y, en consecuencia, del régimen especial de las Islas Galápagos (v). Modificando artículos puntuales dentro de estas leyes, la iniciativa contra el consumo/microtráfico posiciona como emblema central a la “erradicación del consumo”, instaurando el imperativo de “prohibir” el uso de drogas bajo una particular concepción de la prevención (prevenir para prohibir).
En sí, reproduce como marco teórico una falacia política, toda vez que niega la existencia y los derechos de las personas y grupos que usan drogas, desconociendo a nivel normativo el consumo de drogas como un hecho y realidad social. Por ello, a pesar que hace más de medio siglo la prohibición fue puesta en tela de duda –debido al fracaso de su axioma y a los letales efectos sociales, económicos y políticos que aún se reportan–, reaparece en Ecuador sin ningún discurso renovado, sino bajo el empleo de la misma retórica al mejor estilo del cabildeo cuando la Convención Internacional del Opio de 1912. Un retroceso que nos devuelve a algo más de cien años atrás.
a) La “balcanización” de la política de drogas
El proyecto contra el consumo de drogas exige la “coordinación” de los municipios con la policía a fin de combatir el tráfico ilícito de drogas. En otras palabras, traslada el mismo esquema que persigue la policía antinarcóticos dentro de la lógica de administración descentralizada, deviniendo por ende los territorios en sucursales de la política de guerra contra las drogas. Así, aunque Ecuador no sea una república federal sino Estado unitario, la territorialización de la guerra contra las drogas adquiere componentes de federalismo en nombre de la descentralización y autonomía.
Sin embargo, los municipios tampoco son libres de adoptar diversos enfoques para la construcción local de otras alternativas o políticas públicas en la materia. Al contrario, quedan atados a la prohibición, porque “erradicar el consumo” es el fin de este proyecto y no en sí la reducción de riesgos o daños ni mucho menos la regulación selectiva de drogas de uso ilícito, sea mediante el establecimiento de coffee shops o a través de salas de consumo para usos problemáticos como los causados por la heroína compuesta (la “hache”).
Más grave aún es el empleo de los cuerpos de seguridad municipal para las tareas de aprehensión de personas. Mientras el proyecto obliga a los municipios a prohibir el consumo de drogas –dejando a las personas usuarias en un limbo jurídico en cuanto a la posesión para el consumo–, exige asimismo que las policías municipales detengan y asuman a simple vista al tráfico de drogas como un delito flagrante, una “lectura” en la que entraría cualquier forma de posesión tras haber sido definida materialmente como prohibida.
En efecto, el desconocimiento del consumo en el espacio público es llenado en contrapartida bajo un contenido de penalización y castigo. Al no haber regulación ni sanciones de tipo administrativo, la posesión de drogas en el espacio público se transforma en una cuestión penal que yace eclipsada por las definiciones policiales sobre el tráfico ilícito de drogas. Por ello, el proyecto no hace más que aprovecharse de la oscuridad y las tenues fronteras entre el consumo, la posesión y el tráfico.
Los municipios se comprometen de este modo a replicar las tareas policiales para la prevención general y procesamiento de delitos. Así, la división político-administrativa del Ecuador cobra un componente de represión en las competencias y de contaminación en la concepción lo público, donde el castigo puede ser una obra más rentable que la construcción de la misma infraestructura pública o social.
b) La invasión al sistema de educación pública
Otro de los graves componentes de este polémico proyecto de ley es la intromisión de funciones policiales dentro del sistema de educación pública –tanto básica como superior–, sin reformar ni tocar siquiera la legislación especializada en esta materia. En su iniciativa, el proyecto demanda no sólo la reformulación de las mallas curriculares desde una perspectiva que subraya en la prevención para prohibir, sino además en la implantación de un modelo de educación intolerante y desconectado con el mundo de los derechos (Art. 347.4 CR)
También se exige a la cartera de educación la elaboración de planes y programas para combatir el tráfico ilícito de drogas, adosando a los miembros del magisterio funciones de pesquisa o policiales de facto. Sin duda, se trata de la desinstitucionalización del rol de las personas docentes, dado que su tarea constitucional no es la investigación ni mucho menos la persecución del delito, como aquellas funciones que corresponden exclusivamente a las agencias de seguridad y de justicia (policía y fiscalía).
Junto a la (des)funcionalización de los programas y roles del sistema de educación pública del Ecuador, el proyecto instaura un sistema de “monitoreo” y “vigilancia” sobre los establecimientos educativos del país, es decir, sobre los rostros y cuerpos de niñas, niños y adolescentes que se desempeñan como estudiantes. Ante el populismo de una propuesta que exalta en la “protección de nuestros jóvenes”, la intromisión a la esfera individual de sus derechos podría ser fácilmente desplazada del debate, así como de la defensa de la imagen como parte de la protección de datos.
c) La rehabilitación como premio
Parte del respaldo a este proyecto de ley viene de la mano de un conservador sector dentro de las denominadas “neurociencias”. La propuesta deja entrever el servicio que deben ofrecer los municipios para la rehabilitación de las personas usuarias de drogas, (des)calificadas simplemente como “adictas” dentro del proyecto. Sin distinguir los usos libres, experimentales, ocasionales, habituales o problemáticos –en especial, del carácter voluntario de la rehabilitación–, el proyecto no hace mención alguna ni cierra las puertas a la internación compulsiva. Tampoco reconoce otros puntos de vista o enfoques alternativos sobre la salud como derecho (Art. 363.3 CR), al menos de los que permiten el uso de drogas ilícitas con fines (fito)terapéuticos, medicinales o paliativos.
No obstante, incluso en el caso de las personas que requieran voluntariamente de la atención pública del servicio de salud, el proyecto otorga a los municipios la potestad de decidir quiénes serán rehabilitados y quiénes no. De este modo, la rehabilitación como servicio público podría caer en una suerte de sistema de premios, pero también de castigos.
d) Deportación sin límites
Al ser un proyecto cuyo trasfondo es estrictamente penal, propone además la expulsión de ciudadanos de otras nacionalidades por debajo del límite legalmente establecido. Si bien la legislación de movilidad humana exige como presupuesto que el delito sancionado tenga una pena mayor a cinco años –a efectos de una eventual expulsión del territorio nacional–, el proyecto rompe estas fronteras en relación a los delitos relacionados con las drogas. Sin importar que las penas por los delitos de tráfico a mínima (1-3 años) y mediana escala (3-5 años) estén por debajo del umbral legal, la simple condena en cualquier de ellos daría lugar a una deportación. De este modo, la concepción sobre la nimiedad o bagatela del delito, así como el posible vínculo familiar o social de las personas condenadas, quedan suprimidos al igual que los criterios de proporcionalidad y humanidad de las penas.
e) ”Sin tetas no hay paraíso”
Finalmente, dentro de otros elementos controversiales, el proyecto plantea la obligación de establecer franjas para la comunicación e información sobre las drogas desde una perspectiva prohibicionista y para nada incluyente (Art. 16 CR). Bajo una corporativa diferencia entre los medios de comunicación pública con los privados, el porcentaje de la franja para el establecimiento de una programación con contenidos prohibicionistas parte nuevamente del negacionismo. Con ello, el mantenimiento de la misma ambivalencia que reproduce la programación privada tras exaltar la noticiosa labor de las agencias de seguridad para el descubrimiento, hallazgo y aprehensión de personas detenidas por delitos relacionados con las drogas, mientras anuncia el siguiente capítulo de las espectaculares telenovelas como “Las muñecas de la mafia”, “El patrón del mal” o “Sin tetas no hay paraíso”. En este sentido, prohibicionismo y narco-cultura se sintonizan a veces en el mismo canal.
IV. ¿Derribar la Constitución o la obligación de demostrar el tráfico?
La iniciativa del asambleísta Serrano no crea ni fija una metodología sobre el microtráfico, cuya nomenclatura sólo existe en las narrativas policiales y mediáticas. Por el contrario, como lo dice su propio nombre, el proyecto de “Ley orgánica contra el consumo y microtráfico de drogas” es un ataque contra el uso de drogas, es decir, contra las personas usuarias que ejercen también el libre derecho de la personalidad (Art. 66.5 CR); contra el derecho al hábitat como aquel derecho humano que le asiste a cualquier sujeto por el hecho de vivir, estar o ser parte de la ciudad (Art. 31 CR); contra el derecho a no ser discriminados por la toma privada de decisiones o formas de vida (Art. 11.2 CR); contra la protección jurídica a no ser criminalizados (Art. 364 CR); pero, sobre todo, contra el derecho a que nadie sea despojado del estado de inocencia (76.2 CR) sin haber cometido un delito típico, antijurídico y culpable.
Sin embargo, la promulgación de este proyecto coincidiría con la entrada en vigencia de las reformas al artículo 220 del Código Orgánico Integral Penal (COIP), a través de las cuales se exige a la policía y fiscalía demostrar el dolo o interés de comercializar drogas de uso ilícito dentro cualquier posesión entendida como tráfico. Por ende, la reforma al COIP no hace más que cumplir con lo establecido en el artículo 3 de la Convención de las Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Psicotrópicas de 1988. Así mismo, el proyecto afectaría gravemente el dictamen No. 7-17-CN/19, pronunciado por la Corte Constitucional el pasado dos de abril de 2019. Su fundamento señala del mismo modo la obligación del Estado para demostrar y probar la intención de comercio o tráfico detrás de cualquier posesión por encima de los umbrales o “tablas”.
De entrar en vigencia, el proyecto contra el consumo de drogas haría tabula rasa de las reformas y lineamientos jurídico-legales en torno a la posesión con fines de comercialización o, simplemente, posesión para tráfico. A través de la prohibición del consumo se le niega el derecho a la ciudad a las y los usuarios de drogas; por ende, quedan expuestas a la clandestinidad, insalubridad, estigmatización, violencia, persecución penal, criminalización y castigo. En nombre de la lucha contra las drogas y de la regulación municipal del espacio público, el proyecto de ley se convierte en un verdadero caballo de Troya, porque amenaza de forma desleal con socavar el principio de inocencia dentro del Estado de Derecho, así como el principio a no ser criminalizados por el hecho de poseer drogas ilícitas para el uso en la ciudad.
V. El silencio del debate
Dentro de la última semana de mayo y primera de junio de 2020, la Comisión de Gobiernos Autónomos propició el segundo y definitivo debate del referido proyecto de ley. A través de reuniones telemáticas, las y los asambleístas cerraron la discusión a la expectativa de una votación que no sorprende en su desenlace. La gran mayoría reprodujo posiciones mezclando puntos de vista religiosos con los principios del Estado de Derecho. De esta forma, el debate legislativo sirvió para transportar convicciones morales sobre el uso de drogas, escenarios donde cualquier persona usuaria es una “enferma”, “adicta” y merece “ser rehabilitada”. Pero también donde la simple posesión de drogas implicaría la materialización del tráfico, en la cual el poseedor se convierte en delincuente.
Curiosamente, las personas expertas invitadas a informar y ofrecer “otros enfoques” dentro de la tramitación de este proyecto de ley fueron psiquiatras y políticos conservadores que ocupan puestos de poder dentro de los municipios. Para todos ellos el consumo es una cuestión aberrante que debe ser erradicada de la esfera de vida de las personas, pero también del espacio público. Y aunque se propuso de forma insistente a la Presidencia de la Asamblea Nacional la comparecencia de otros actores, éstos jamás fueron convocados.
De este modo, además de los vicios en cuanto al procesamiento de un proyecto penal en una comisión de competencias administrativas, la vulneración también de los principios de la democracia participativa. De ahí que, en un contexto pandémico y de muertes, de cuarentena y despidos masivos, de marchas y militarización, la discusión de este proyecto de ley –al igual que su inminente aprobación– pasarán desapercibidas.
VI. Escenarios en tiempos de coronavirus
El proyecto de ley contra el consumo de drogas está a puertas de ser aprobado por parte de la Asamblea Nacional. Con ello, de ser remitido para su promulgación al Presidente de la República. A pesar que le faculta al primer mandatario el poder de vetar total o parcialmente este proyecto, el entorno moral sobre el consumo de drogas podría perfeccionarse en una inminente puesta en vigencia.
No cabe duda que en este contexto la mayoría de las autoridades de los gobiernos autónomos fueron seducidas por el prohibicionismo. De este modo, pretenden atizar y no mitigar la estigmatización de las personas usuarias que impera en el imaginario popular. Y a este entramado de puntos de vista el gobierno central no abrirá ningún frente, menos aun cuando la popularidad del presidente está por los suelos.
Por ello, los motores para una acción de inconstitucionalidad deben estar encendidos. Pero, más allá de una eventual alineación de las altas cortes con el pensamiento del ejecutivo, la acción colectiva de las organizaciones sociales sobre el derecho a no ser criminalizado debe trazar una mirada internacional, puesto que Ecuador es el país que refleja el mayor número de condenas ante el Sistema Interamericano de Derechos Humanos por (ab)uso de su política y legislación sobre drogas. Si de indagar la relación entre políticas de drogas y derecho penal se trata, basta entonces con echar un vistazo a los casos Suárez Rosero (1997), Tibi (2004), Acosta Calderón (2005), Chaparro Lapo (2007), Herrera y otros (2016), donde el Estado ecuatoriano ha sido reiteradamente condenado ante el máximo Tribunal de Justicia de las Américas. El común denominador es la violación de las garantías del debido proceso, dentro de las que se destaca la histórica presunción de inocencia como pilar fundamental de cualquier Estado de Derecho.
El panorama planteado inicialmente tiende a oscurecerse. No es un tiempo donde la difusión de las libertades pueda ser contemplado desde el humanismo. A la legalización de las drogas se le antepone la legalización de la prohibición. De este modo, el perfeccionamiento de un modelo de Estado autoritario que castiga a través de la vigilancia policial y la restricción de lo público; por ende, de la expulsión de personas hacia el no-lugar de los derechos. El prohibicionismo vuelve a ser el modelo a seguir bajo un mismo lenguaje y similares estrategias. Quizá el espíritu del obispo Brent se halla no sólo en los proponentes de la ley contra el consumo de drogas, sino también en la tolerancia social y valoración del otro.